Era ya de
noche, la luna parecía ocupar un ámbito propio de soledad acompañada junto a
estrellas ajenas y vedadas a los vicios del tiempo y a las costumbres de los
libros. Cantaban unos grillos canciones de grillos enamorados, acompañados del
sonido sigiloso del agua que golpeaba pequeñas piedras incrustadas como
diamantes en un río sin nombre y sin dueño. Todo esto sucedía bajo un balcón
pequeño que contenía en sagrado juramento historias de amores secretos y otras
de recuerdos sin futuro.
Un reloj
redondo y viejo marcaba la hora, parecía gritarles que se iba el tiempo volando
tras el viento, pero él no escuchó, tal vez porque ese día no le importó el
tiempo, tampoco el viento, sólo el momento. Ese día usó un sombrero grande y
negro como las alas extendidas de un cuervo, un chaleco de terciopelo que su
abuelo le heredó con cariño, un pantalón negro, y unos zapatos que anduvieron
con el pasar de los siglos. Ella un vestido hermoso y largo color silencio, zapatos
negros y altos, un perfume fresco que combinaba con aquella sonrisa tinta.
Siete
minutos la miró de lejos, no se atrevió a más hasta que el alma le preguntó con
gran curiosidad, qué derramaba aquella sonrisa de dientes morados y labios
azulados. Comenzó a desearla, y sintió un alborozo en el estómago que le
provocó probar aquellos labios que cubrían unos grandes y bien formados dientes
morados, para luego no quedarse queriendo con los ojos, sin palabras y en
secreto.
Así
transcurrieron otros siete minutos de dulce tormento. Comenzó a llover. Se
iluminó entonces su imaginación, la melancolía se posesionó de su mente, y
sintió que el corazón le comenzó a palpitar como preguntándole ya con afán qué
se sentiría el tomarla sin preguntar y besar esos labios morados y advenedizos,
con dientes azules.
Se acercó y
dijo sin trepidar: “salgamos, contemos las estrellas”. Ella respondió
mostrando esos dientes color cielo: “Salgamos, y dejemos que ellas nos
cuenten lo que tengan que contar”. Salieron y bajo la paz de aquella noche
de luna llena, se encontraron por primera vez las miradas, nadie dijo nada pues
por un momento nada interesaba. Se conocieron un momento en silencio mirando
las estrellas, escuchando a los grillos, acariciándose las manos.
Siete minutos
más transcurrieron, hasta que él habló: “¿qué podré decirte esta madrugada?.
No ordeno las ideas”. Ella respondió: “bobadas, di bobadas”.
Entonces le susurró: “Tenés razón, ¿de qué me sirve recordar y pensar?, ¿qué
importa la noche y el día?. Decime, ¿quedaron azules esos dientes tuyos porque
derramaste y derrochaste poesía en la noche y hasta en el día?. Ella
respondió: “¿Quién es poeta?, ¿a caso lo sos vos o es aquel que al salir el
sol sus palabras son como el cantar y riman al finalizar?. Ante aquella
pregunta revuelta sólo alcanzó a recitar: “a la gente les digo que soy
poeta, a vos que no sos gente te digo la verdad: soy una silueta. Silueta que
no descansa, que sus pasiones son eternas… soy silueta porque siempre busco y
todavía no encuentro el verso sabio que me haga decir: soy poeta”. Ella
intrigada, le dijo: “El poeta no es un sabio, es el mediocre que día a día
escribe y aprende, es aquel exageradamente humano y eternamente buscador de
amor. Es aquel que con lágrimas forma versos, con las caricias pasiones y con
el alma amores”. Él sólo alcanzó a decir: “tu mirada es linda, tus manos
son lindas, tu figura es linda, tu cabello es lindo, todo eso es lindo porque
sos toda linda vos. Tus labios son azules y tus dientes morados y aún no sé por
qué chingados.” Ella sin titilar le dijo: “es cierto, lo confieso,
derramé poesía sin acabar, se secan mis labios, se pudren mis dientes y ahora
tengo un aliento a desamor que sólo curará un beso que me sepa a amor”.
Me voy dijo
ella, comenzó a caminar hacia la puerta. Él le dijo: “no, quédate un rato
más”. La tomó de la cintura, acercaron las frentes. Aunque sintió el
aliento a desamor, tocó con su dedo índice aquellos labios morados, y a pesar
del temblor que le hacía tambalear las rodillas y el alma, la besó y ella se
dejó besar.
Cuentan que
aunque hacía frío y la oscuridad provocaba sueño, no les importó amanecer esa
madrugada en aquél balcón perdido. Porque a partir de esa madrugada, no
queriéndole escribir, poesía de su puño y letra le recitó. No queriéndola
recordar, nunca la olvidó. No queríéndola pensar, siempre la soñó. No
queriéndola besar por temor a perder, la besó. Y no queriendo probar labios
morados y dientes azulados, a-zu-lado se quedó.